Ves
a las estrellas resplandecer: tu perspectiva está en su cima. Cuando entiendes la vida y su consiguiente; la
esencia de la misma es pura belleza. Llegaste
a donde siempre has querido. No hay nada más que hacer porque todo está hecho.
Saciedad eufórica. Te puedes morir en este instante.
(Se hicieron unas explosiones con dinamita en ciertas
regiones del planeta. México, ya saben cómo son los gobernantes que se ponen,
dijo ‘Sí, van, háganlo aquí’, y pusieron la isla G.
—Es más importante el “progreso” que la humanidad, al
parecer ¾dijo el filósofo.
—Amarillismo. Matar unos cuantos gusanos es nada en
comparación con haber podido conocer las capas de la tierra —repuso el científico.
—Y el petróleo amarillo —secundó
el político.
Todos
los monstruos son humanos).
Despiertas. Ni siquiera blanco, más bien te hayas en luminosidad,
claridad. Te levantas. Inspeccionas en un giro de trescientos sesenta grados:
nada. Corres hacia donde puedes con la esperanza de chocar en algún punto;
sigues hasta que te cansas. Tus piernas pierden resistencia y caes de rodillas.
Gritas, gritas, te desgarras la garganta intentando algo que ni siquiera sabes
qué. Te incorporas sollozando y das un paso. Te suben los órganos a la cabeza,
el vértigo es insoportable. Tu pie logra tocar el piso y entras en shock. Tu
cara pasmada y con la boca abierta, el labio superior en forma de eme y la
nariz arrugada. Asco y miedo en la nada. Das otro paso pero aún no hay piso,
por lo que azotas. Crac: tienes un hoyo en la cabeza.
Despiertas y regresan los gritos entre llanto. Odias
existir. Te levantas. A la altura de tu cara, uno tras otro, horizontalmente y
separados por unos 30 centímetros, hay retratos con marcos dorados. Con la
misma cara del párrafo anterior, corres hacia ellos: a cada paso se alejan lo
mismo. Les gritas todo lo que te puedes imaginar, pero son cuadros. Una vieja
te mete el pie y caes de cara; apresuradísimo volteas a ver que no está. Te
incorporas abriendo los ojos; ahora tienes uno de los cuadros a más o menos diez
centímetros de tu nariz. Dos pasos hacia atrás. Si aún cabe, la peor situación
en la que podrías estar se adueña de tu interior. Cuentan una historia: escenas
secuenciales avanzando mientras vas caminando
hacia la derecha –no te das cuenta, pero la misma expresión sigue en tu cara–.
Tu familia. Recuerdas el infierno de Dante, sigues caminando. Tu pareja, tus
cercanos. Te aprisionan recuerdos de fotos del holocausto. Las escenas más
explicitas que has leído y visto. Los adornos dorados, tal vez renacentistas,
narran, o, mejor dicho, describen una historia:
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